Como título de una retrospectiva de Thomas Schütte, la palabra “retrospección” posee múltiples significados. Ante todo, se refiere al hecho de que la exposición ofrece una visión de conjunto de una carrera que abarca ya más de treinta años. Pero alude también a que el artista, sobre todo en la última década, ha vuelto la mirada al pasado buscando inspiración tanto en sus primeras obras como en la escultura de épocas históricas anteriores. Schütte ha recurrido al arte del pasado en diversas ocasiones y siempre de manera fructífera: le ha servido de fuente de inspiración para obras individuales y, en los últimos años, ha sido un punto de referencia crucial para afinar su estética. Concebida en un principio como un encargo para un espacio público, la obra Die Fremden(Los extraños), 1992, por ejemplo, ilustra cómo funciona este diálogo recursivo. Con su vocabulario de sencillas formas compactas y colores llamativos, estas esculturas rinden homenaje a dos precursores modernos: a los prototipos que ideó Oskar Schlemmer para su Ballet triádico y a una serie de pinturas tardías de Kasimir Malevich que ofrecen una imagen heroica del estoico campesinado ruso. La alusión a estos precedentes icónicos dignifica el linaje de las figuras de Schütte. Sin embargo, según el artista, el profundo aire de seriedad que domina la obra se debe además a las circunstancias sociales que determinaron su génesis. En 1989, después de la caída del muro de Berlín, la falta de trabajo y la crisis de la vivienda transformaron a los extranjeros, sobre todo a los Gastarbeiter –trabajadores extranjeros que residían en el país desde hacía tiempo–, en chivos expiatorios. Al situar las figuras por encima del punto de vista del espectador, Schütte subraya la distancia insalvable que nos separa de ellas una vez que asumen el papel del Otro.
Aunque desde que empezó a exponer internacionalmente Schütte ha sido considerado ante todo escultor, sus primeros pasos los dio en el terreno pictórico. En 1975, tras terminar el curso de orientación de la Academia de Arte de Düsseldorf, se apuntó a las clases de pintura de Gerhard Richter. Allí no sólo conoció las incisivas investigaciones de su profesor sobre la problemática de la pintura como discurso pictórico, sino también los planteamientos radicales que utilizaban algunos de los colegas de Richter para criticar la identidad y la autonomía de este medio: Daniel Buren, Niele Toroni y, sobre todo, Blinky Palermo, ofrecieron al precoz estudiante un abanico de opciones para subvertir los modelos pictóricos convencionales1. Desafiando con astucia la lógica subyacente a las obras de su mentor, Schütte aprovechó el compromiso con lo decorativo que ya se advertía en ellas para alumbrar una memorable serie de obras in situ que incluye Ringe (Anillas), 1977-1990, Girlande (Guirnaldas), 1980 y Große Mauer (Gran pared), 1977. En Große Mauer, obra compuesta por unos 1.200 “ladrillos”, pequeñas pinturas abstractas realizadas en un lenguaje gestual, el soporte arquitectónico es una parte integral de la identidad y la función de la pieza, mientras que el efecto ilusorio enmascara ingeniosamente la noción de arte relacionado con el lugar. Sin embargo, la travesura conceptual que sustenta esta extraordinaria obra de formación pronto se oscurecería y daría paso al tono profundamente amargo que ejemplifica la heterogénea serie de memoriales que el artista inauguró a principios de los años ochenta con una tumba que conmemoraba su propia y prematura muerte (1981), y que prosiguió con una cáustica propuesta para un monumento en honor de Alain Colas, el navegante solitario francés que se perdió en el mar (1989), y con una hipotética sede para la tumba del monstruo fantasmal Adolf Hitler (1991). De hecho, el espíritu inconformista que comparten estas propuestas es la clave que permite explicar el proteico compromiso que el artista ha adquirido a lo largo de su carrera con una miríada de modos, estilos, formas, técnicas y materiales escultóricos.
Cortesía , Museo Reina Sofía.
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